jueves, 17 de julio de 2014

Testimonio y llanto de una víctima de secuestro

Testimonio y llanto de una víctima de secuestro


El hombre está sentado frente a una docena de micrófonos, pero da la espalda a un grupo de reporteros.
Está vestido como militar y trae un pasamontañas para que no se le identifique.
Guarda sus manos entre sus piernas y mueve nerviosamente sus pies calzados con zapatos deportivos.
Es mediodía y el sol radiante se deja ver a ratos y en otros momentos se esconde.
El hombre se encuentra dentro de una sala oscura que le recuerda un poco a los ocho días que pasó cautivo en una casa de la calle Monte Líbano del fraccionamiento Residencial Lomas, en el distrito La Mesa, en la ciudad de Tijuana.
El individuo, de estatura y peso medianos, comienza a relatar su secuestro.
El dolor y el llanto constantemente interrumpen su historia; no es para menos, las imágenes que evoca lo llevan otra vez al terror que sufrió.
La noche del pasado martes el Ejército Mexicano liberó a este hombre y en el operativo fueron detenidos dos sujetos, uno de ellos identificado como Luis Alberto Salazar Vega, un criminal relacionado con el homicidio del conductor de televisión Paco Staley en 1999 y quien se había fugado de la penitenciaría de La Mesa en 2005, tres años después de que lo habían apresado por otro secuestro.
Alguien pregunta en la sala que relate su experiencia. El hombre empieza su historia, que parece servirle también de desahogo y catarsis.
“Yo estaba vendiendo un carro en una avenida muy transitada, aquí en Tijuana. Un muchacho se acercó a verlo. Me dijo que si lo podía mostrar, le dije que sí. En eso él se metió y con una seña de brazo le habló a otro que venía en el carro donde se había bajado. Le dijo que viniera, en eso (llora), cuando volteo, sacó una pistola y apuntó a mi cerebro, a mi cabeza, diciéndome que esto era un asalto, que me tirara al suelo y que hiciera caso. En eso, la otra persona entró al carro y me puso las esposas. El que me sacó la pistola fue al volante del carro y lo prendió. Manejó por unas cuadras, mientras mi hijo, que estaba conmigo, estaba dormido atrás del carro. Pasaron como cuatro minutos, pararon el automóvil, me subieron a una Van (camioneta), con las esposas por detrás, agachado y con la sudadera que yo cargaba me la pusieron en mi cabeza para que no los mirara, y dejaron a mi hijo solo en el carro, mi hijo de cuatro años (llora). Yo les decía: “mi hijo, mi hijo”, y ellos: ‘Cállate, a tu hijo no le va a pasar nada’.

“Sentí que pusieron el carro en marcha y me llevaron a una casa muy cercana de ahí, porque yo noté unos cuatro o cinco minutos, quizás. Ya estando en esa casa, esposado, tirado en el suelo dentro de una Van, me dijeron que cooperara con ellos, que si no me iba a ir muy mal. Me dijeron un montón de palabras. Yo les dije que era la persona equivocaba (llora), entonces me empezaron a golpear, me patearon, me golpearon con un rifle o algo parecido. En unos instantes llegó otro carro, parecía que mencionaban a un tal comandante. A los pocos minutos abrieron la puerta del garaje, donde estaba estacionada la Van y de ahí nos fuimos a otra casa, donde estuve ocho días amarrado a una cama.
“En esa casa me pidieron que hablara con mi esposa y que le dijera que por favor cooperara y que dijera que yo estaba bien, que no fuera a denunciar ni a la policía ni al ejército, de lo contrario más rápido sería mi matanza y la de mi familia. En eso ellos me quitaron mi radio Nextel y pudieron comunicarse con mi esposa. De ahí ya no volví a oír la voz de mi esposa. No sé cómo ni qué negociaron.
“Mientras llegábamos a la otra casa, ellos utilizaban radio, que para mí se escuchaba como los de la policía, entre ellos y otro carro. Por fin llegamos a la otra casa donde me secuestraron, me bajaron agachado, me llevaron hacia un pequeño lugar, después me di cuenta que era un ropero. Me tiraron al suelo, me esposaron de mi brazo a la cama. Luego, no podía pararme, me vendaron los ojos, me dieron otra ‘calentada’. Me dijeron que ahí había reglas, que tenía que seguirlas, que si no era así, ellos me iban a poner las esposas en mi espalda.

“Como tenía los ojos vendados, me acordaba de mis hijos, empezaba a llorar y al ratito me limpié los ojos por debajo de la venda, y parece ser que ellos nomás estaban mirándome haber qué hacía, porque en eso me patearon y me dijeron que no tenía que hacer eso. Me pusieron las esposas en la espalda. Duré así un día, tirado en el suelo, bocabajo, esposado por detrás.
“Al día siguiente me quitaron las esposas, me las pasaron para enfrente y continué amarrado de mi brazo derecho a la cama, que era como un colchón individual con el armazón de fierro.
“En esos ocho días me daban de desayunar un taco de tortilla de maíz con huevo y a veces con salchicha y frijoles. Mi botella de agua, que a los dos días parece ser que se les acabó y me dieron agua de la llave, pues sabía muy mala. Ese era mi desayuno y hasta la diez de la noche – me daba cuenta de la hora porque les gustaba mucho oír el noticiero – me daban mi otro taco y agua natural. Conforme pasaron los días, después de pasar ese infierno, mi desayuno y cena eran prácticamente lo mismo.

“Pasaron ocho días, le pedía a uno que me dijera cómo estaba mi situación, que cuánto habían pedido de rescate. Me dijo que no podía decirme nada y que ni le dijera nada de eso al mero de aquí, porque lo iba a hacer enojar.
“Estaba sin informes hasta que de pronto ayer (martes 6 de abril)… Estaba seguro que me iban a matar, segurísimo, segurísimo (llora)… Cuando ellos se comunicaban con los que me vigilaban las 24 horas, sentía que uno de ello se iba y luego regresaba otro; hablaban en voz baja, quizá para que no les entendiera o como precaución de ellos mismo si alguien se acercara.
“Más ayer (martes) que, según para mí era hora de dormirme, no podía. Yo digo que en los ocho días que estuve ahí a lo máximo dormí como unas cuatro horas, porque también sufro de sueño, con cualquier ruidito me despierto al instante. Ellos, cuando se turnaban para dormir, en cuanto oían un ruido mío se despertaban y sentía que ya iban a golpearme. Varias veces así lo hicieron. Ya ni sabía qué hacer.
“Como a las ocho o nueve de la noche, todo estaba muy en silencio, demasiado en silencio. Ellos hablaban muy despacito, como siempre, para que no escuchara. De repente (llora)… Entraron y dieron un balazo fuerte, muy fuerte. A mí me asustó, me encomendé a Dios, le pedí que cuidara a mis hijos, que yo ya había vivido, que a ellos les permitiera vivir más. En eso se oyeron muchos golpes, muchos ruidos, y yo atado a la cama, como abandonado, solo.

“Escuché más ruidos y golpes, noté que era algo anormal para esa casa que siempre estaba con mucho silencio. Rápidamente mi cuerpo comenzó a temblar y yo levanté un poco mi brazo que tenía amarrado y mi cabeza, para que me miraran (llora).
“Para mi gran sorpresa un hombre me dijo: ‘Estás liberado por el Ejército Mexicano’. Yo no me lo creía, dije: ‘No, es mentira’, porque creía que eran un grupo de ellos, que me matarían. Me dijeron: ‘Mira, tranquilízate’. En ese instante escuché más voces, habían más personas, no sólo él. Sentí, a través de la venda, que me tomaron fotos, no sé si me grabarían un poco estando en el suelo, a un lado de la cama.
“Pero como al minuto y medio se volvieron a identificar los del ejército especial y me dijo uno: ‘Ya te dije, estás liberado, relájate’. Me quitó la venda despacio y vi que estaban uniformados como el ejército, como se ven en las calles y en la televisión. Empecé a llorar, me dijo: ‘Ya no llores, estás liberado’. Yo le dije: ‘Me estoy desahogando’.
“A los pocos minutos encontramos mi ropa que me habían quitado, ellos me habían puesto otra. Empecé a ver las cosas de diferente forma, alcancé a ver unos que hablaban en voz baja que tenían detenidos en otro cuarto, que al parecer eran los que me cuidaban. Estaban tirados en el suelo con muchas cosas destrozadas y tiradas por el ejército para poder rescatarme.
“El siguiente paso mío es retirarme de una ciudad que me vio crecer, donde construí un patrimonio de mis hijos. Tenemos que irnos por nuestra seguridad. Gracias a Dios tenemos adonde irnos…”.
El relato del hombre llegó hasta aquí, alzó su brazo y lo agitó, como diciendo ya no me pregunten más y rompió en un llanto ininterrumpido.

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